PESOS Y CONTRAPESOS. DEGENERACIÓN CONSTITUCIONAL (2/2)

A la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos la han convertido, para beneficio de los gobernantes y perjuicio de los gobernados, en la antítesis de la tesis que debería ser: el medio para limitar el poder del gobierno con el objetivo de garantizar el respeto a los derechos de los ciudadanos, es decir, la justicia.

El texto constitucional original de 1917 ya tenía excesos (obligaciones y prohibiciones que no deberían estar), y defectos (obligaciones y prohibiciones que deberían estar), excesos y defectos que, al paso de cientos de modificaciones, se fueron multiplicando y agravando, al grado de que hoy la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos es la antítesis de la tesis que debería ser, porque en vez de establecer límites al poder gubernamental, que es el poder para limitar el ejercicio de la libertad individual y el uso de la propiedad privada, lo que hace es darle a los gobernantes el poder para hacer, con plena justificación constitucional, lo que les dé la gana.

Hemos caído en la trampa de la constitucionalidad: lo que dice la Constitución, porque lo dice la Constitución, es constitucional, y por obra y gracia de la supremacía constitucional, que no reconoce instancias legales para impugnar la Constitución y sus cambios, no hay manera de corregir sus exceso (lo que le sobra), y sus defectos (lo que le falta). Hay que tener presente que lo que dice la Constitución es lo que dicen quienes la redactan, personas como cualesquiera otras, con intereses personales y compromisos políticos, pero con la ventaja de poder redactarla a su conveniencia, sin posibilidad de impugnarla jurídicamente.

¿En qué consiste la trampa de la constitucionalidad? En la supremacía constitucional, que nos convierte en súbditos de quienes, teniendo la última palabra, redactan la Constitución. Su palabra es la ley. ¿Será también la justicia?

Lo importante no es lo que dice la Constitución, que por definición es constitucional. Lo que importa es si lo constitucional, lo que dice la Constitución, es justo o injusto, si respeta o viola los derechos de las personas. Sobre ello la Suprema Corte de Justicia de la Nación (ojo: de justicia, no de constitucionalidad, no de legalidad), debe pronunciarse cada vez que, lo que dice la Constitución, y que es constitucional, resulte injusto porque viola derechos, tarea de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que, por obra y gracia de la supremacía constitucional, ya no debe llevar a cabo. Lo bueno es que sí puede realizarla.

La supremacía constitucional hace, de lo que dicen quienes redactan los cambios a la Constitución, la última palabra del marco jurídico, lo cual no sería amenaza si lo que ordenan quienes redactan dichos cambios fuera siempre justo, respetuoso de los derechos, lo cual dista mucho de serlo, como es el caso, el más reciente, de la prohibición constitucional de producir, importar, distribuir, ofrecer y vender cigarros electrónicos y vapeadores.

Con la supremacía constitucional quedamos atrapados en la trampa de la constitucionalidad. Con ella se concluye la degeneración de la Constitución, su conversión en la antítesis de la tesis que debería ser: el medio para limitar el poder del gobierno con el objetivo de garantizar el respeto a los derechos de los ciudadanos.