
La reciente decisión de la Casa de Moneda de México (CMM) de modificar la composición de las monedas de 1, 2 y 5 pesos —cambiando su tradicional aleación de bronce-aluminio por un núcleo de acero recubierto de bronce mediante electrodepositado— no es un simple ajuste técnico ni un avance estético. Es, en realidad, la confirmación de un hecho incómodo: el dinero físico en México ya no vale lo suficiente como para fabricarlo con metales “caros”.
El rediseño no busca modernizar; busca abaratar. No es innovación; es defensa. Y nos dice mucho del deterioro del poder adquisitivo del peso.
Según el propio Programa Institucional 2025-2030 de la CMM, esta transición responde a estudios que Banxico impulsa desde 2022 para reducir el costo unitario de producción. En abril de 2024, el banco central comunicó a Hacienda su intención de implementar estos cambios en 2025, justificándolos como “eficiencias operativas” y hasta “beneficios ambientales”.
La explicación financiera parece contundente: el electrochapado reduce el costo de fabricación entre 30% y 40% por moneda, lo que implicaría un ahorro anual de entre 300 y 400 millones de pesos. Aunque el precio del acero es volátil, su tendencia es más estable y barata comparada con la de metales tradicionales como el bronce-aluminio.
Pero detrás de esta narrativa contable hay un fenómeno más profundo: las denominaciones pequeñas han dejado de tener sentido económico, no porque la gente no las use, sino porque ya no vale la pena producirlas.
La lenta desaparición de las monedas “chicas”
El proceso no empezó hoy.
Las monedas de 5 centavos dejaron de acuñarse de forma regular desde diciembre de 2017, cuando aún circularon 16 millones de piezas. Desde entonces y hasta febrero de 2025, solo se han producido cantidades marginales, literalmente de miles.

